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17/abr/2012

No está en su agenda reconocer errores conceptuales, mucho menos admitir fallas ideológicas profundas. No es parte de su naturaleza.

Por. Alberto Medina Méndez

Buena parte de los políticos contemporáneos parecen hacer gala de su ingenio y habilidad para utilizar arbitrariamente los amplios poderes acumulados en el sector público, con el fin de torcer el rumbo de cada situación que les disgusta sin comprender la dinámica general.

Se han preocupado en hacer un culto del intervencionismo. Esa herramienta les ha permitido posponer los efectos negativos esperables de ese espiral que la secuencia interminable de intromisiones estatales previas, han provocado. Se han perfeccionado en esto de entrar en el juego de interferir cada vez más, y creen haber descubierto la pólvora.

Subyace en esa visión la ingenua idea de creer que pueden tener todo bajo control. Suponen, casi infantilmente, que si logran modificar el curso de los acontecimientos, lo convierten en legítimo y genuino por el solo hecho de que coincide con sus inclinaciones ideológicas.

No entienden, algunos, y prefieren no comprender otros, que las soluciones siempre llegan cuando previamente se descifran las causas que las generan, y no cuando solo atienden a las consecuencias.

Esta clase política ha desarrollado un perverso talento, que consiste en ocuparse de lo superficial, solo de lo que se ve, de lo que aparece como síntoma, de lo que emerge por sobre el resto de lo visible, y rara vez deciden ir hasta el hueso, buscar la explicación correcta, esa que orienta acerca del problema central.

Se ha convertido en un mal hábito, en una pésima costumbre, que cuenta con el aval social, el respaldo ciudadano, que insiste en esto de ver en las consecuencias, el problema, y prefiere hacer la vista gorda ante la necesaria vocación que habría que desplegar para bucear en el fondo del asunto.

En estos tiempos, de tanto abuso de poder, de discrecionalidad evidente y arbitrariedad manifiesta, los gobernantes suponen poder recurrir a cualquier criterio, medida o decisión para evitar que las variables económicas tomen un sentido, que a su singular y opinable juicio, es inadecuado.

Lo único que consiguen cuando aplican estas heterodoxas políticas, de las que se ufanan con frecuencia, como quien hubiera inventado algo novedoso, es complicar las cosas, postergar el problema y favorecer condiciones que luego, al momento de sincerarse la situación, sea mucho más difícil de maniobrar, desenredar y encauzar.

Como en todos los campos de la vida humana, ocuparse de la raíz del asunto, es realmente resolver las cosas. Las piruetas, los atajos, engaños y desvíos, o lo que es peor, la negación que ignora la realidad o hace de cuenta que nada ocurre, solo entorpece todo mucho mas, generando situaciones poco agradables, y al mismo tiempo absolutamente evitables de haberse tomado los recaudos necesarios.

Es probable que en el corto plazo, se pueda disimular el impacto o solo minimizarlo. Pero no más que eso. Un ilusorio efecto que posterga la cuestión principal. Nada se resuelve seriamente de modo simple, sin esfuerzo e inteligencia. Ya deberíamos haber aprendido esa básica lección.

Algunos todavía creen que pueden neutralizar la existencia de leyes naturales solo por capricho, terquedad o voluntarismo puro. No comprenden que ciertas reglas son inmutables, y que sus fantasías y ocurrencias, solo multiplican los problemas y los transfieren a las generaciones futuras de modo despiadado e irresponsable.

No han entendido la dinámica de la política, y mucho menos de la economía y los mercados. No hay que revisar demasiado el presente para describir los problemas existentes. Tampoco para ver como la política se encarga de NO resolverlos y se empeña en hacer de cuenta que se ocupa de ellos con medidas mágicas que solo pretenden salir del paso, meter el asunto bajo la alfombra para que parezca superado, pero sin realmente enfrentarlo.

Son amantes del corto plazo, les fascina lo que genera impacto inmediato, pero no tiene profundidad ni consistencia. Solo repasando la historia reciente, y retrocediendo imaginariamente algunas décadas, nos daremos cuenta que muchos de los asuntos que preocupaban en esa época, hoy siguen siendo parte de la foto actual, y muchos inclusive han crecido en importancia y complejidad respecto de aquel tiempo. Nadie se ocupo de ellos, como corresponde, con seriedad, buscando sus causas reales para operar sobre ellas. Prefirieron dejar de lado la cuestión.

Además, si las cosas salen mal, muy pronto encontrarán a quien responsabilizar de su fracaso. Siempre tendrán a mano la posibilidad de apelar al fantasma de la conspiración, esa que siempre resulta funcional, para instalar una supuesta confabulación en su contra. Recurrirán a ella cuando sus patéticos proyectos políticos fracasen tal como se viene anunciando.

No está en su agenda reconocer errores conceptuales, mucho menos admitir fallas ideológicas profundas. No es parte de su naturaleza. Su soberbia no les permite la autocritica, ellos se sienten extraordinarios, infalibles, mal podrían aceptar algún desvío en su visión de los hechos. Será más fácil culpar a los “malos”, esos que pululan por ahí, y hasta es posible que consigan que una porción importante de ciudadanos, los mismos que los votaron y acompañaron en cada aventura, crean en esa mirada.

Después de todo es una excelente manera ciudadana de excusarse por ese apoyo incondicional. Lo otro, sería tener demasiada grandeza, y ese es un atributo que claramente no tienen, ni les interesa tener. Hablaría de su integridad, y muy pocos de ellos la tienen como característica.

La historia se repite. La política ha hecho una rutina de estas prácticas nefastas de intervenir, sin resolver, de simular acción, cuando en realidad, solo posterga. Nada nuevo bajo el sol. Solo la compulsión de dejar todo para después.










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